Lo he oído cientos de veces.
No puedo ganar más por culpa de mi jefe. No puedo ganar más por la carrera que escogí. No puedo ganar más por culpa de la economía. No puedo ganar más porque no tengo suficiente tiempo. No puedo ganar más porque soy feo y la gente guapa tiene preferencia.
No puedo ahorrar más por culpa de la inflación. No puedo ahorrar más porque las cosas que necesito son caras. No puedo ahorrar más porque los impuestos se lo llevan todo. No puedo ahorrar más porque nunca aprendí a hacerlo y no se le pueden enseñar a un perro viejo trucos nuevos.
Pobrecito. Eres una víctima de la sociedad, que va a por ti.
En realidad, sin embargo, las cosas pueden verse de un modo ligeramente distinto.
Cada día nos levantamos con la oportunidad de hacer algo que cambie las reglas que rigen nuestras vidas. Podemos defender nuestros derechos en el trabajo. Podemos comenzar proyectos que nos hagan destacar. Podemos apagar la televisión y hacer algo productivo. Podemos conseguir más trabajo, o pedir un aumento. Podemos ser más creativos con el dinero que tenemos.
Dar ese paso adelante, sin embargo, asusta. Es difícil. Pero cada vez que pienses que da demasiado miedo o que es demasiado duro, tú eres el que está tomando la decisión. Todos esos factores externos que dificultan las cosas no son los que te mantienen en el mismo sitio. Tú eres quien se queda ahí.
Hace unos años, no estaba muy satisfecha con mi vida. No estaba llegando a ninguna parte como escritora. No tenía dinero. Tenía un trabajo que no me gustaba. Había ganado unos cuantos kilos, e incluso mis relaciones personales eran insatisfactorias.
Lo más sencillo era echarle la culpa a factores externos. «Necesito tal cosa para ser feliz». «No puedo cambiar de trabajo porque este es seguro y confiable». «Me gustaría hacer ejercicio, pero hace demasiado frío (o calor) y detesto ir al gimnasio». «No soy capaz de tener éxito como escritora porque no estoy en una gran ciudad como Madrid o Barcelona, donde están todas las editoriales».
¿La verdad? La única persona a la que podía culpar era a mi misma. No había nadie más. No era culpa del tiempo que no me pusiera en forma. El sitio donde vivía no tenía la culpa de que yo no progresara como escritora. Unas cuantas astutas campañas publicitarias tampoco tenían la culpa de que yo necesitara tantas cosas. Ni era culpa de mi trabajo que tuviera miedo de dar un paso adelante.
En realidad, dejé que cosas que realmente no importaban guiaran mis decisiones una y otra vez. Les echaba la culpa de mis problemas porque… después de todo, la culpable no podía ser yo.
Escogí ser una víctima de las circunstancias. Y esa decisión me impidió avanzar.
Tienes dos opciones. Puedes ser una víctima, atropellada por cualquier excusa conveniente, o puedes decir: «¿sabes qué? Esta es mi situación, pero puedo luchar. Puedo enfrentarme a ella y cambiarla».
¿Cuál de los dos caminos vas a escoger?
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