Obviamente diremos que en cualquier ámbito de la vida y en cualquier circunstancia y situación jamás deberemos mentir y por supuesto nunca deberemos actuar negligentemente. Esto que puede resultar obvio de decir (pues parece que desgraciadamente no de hacer para muchas personas), evidentemente también es aplicable en el uso que hacemos de los seguros que tengamos contratados.
Y es que en el ámbito de los seguros, la negligencia se paga y la mentira también. En el ámbito de los seguros por los que estemos protegidos, estamos protegidos ante eventualidades, ante accidentes e incidentes, ante contingencias imprevistas, no ante actos dolosos y de negligencia evidente. Pero ¿dónde se encuentra esa línea que separa lo negligente de lo casual?, ¿dónde se encuentra la línea que separa el accidente de lo doloso? En la línea que separa la intencionalidad, en la línea que separa la verdad y la mentira, y es que la mentira también se paga.
Es decir, si hablamos del típico caso de un accidente que hemos tenido (y entendiendo que este no lo hemos provocado expresamente para causar daños o cobrar del seguro, o bien que no hemos realizado una maniobra puramente negligente) no hemos de tener ningún miedo a reconocer nuestro error, siempre es mejor esto que no mentir y empeorar las cosas.
Y es que en los accidentes por muy culpables que seamos y por muy culpa nuestra que sean, se producen ¡y no pasa nada!, pero por lo que si que pasa es por mentir. Es decir, si por un error (por grave que este sea) sucede un accidente, no pasa nada, reconozcámoslo, eso no es negligencia, eso es un error, y como cualquiera lo puede cometer, para eso están los seguros. Hacer lo contrario e intentar esconder nuestra desintencionada culpa solo hará que poder empeorar las cosas.